20 enero, 2006

El valor de las cosas

Últimamente en conversaciones con diferentes personas he hablado de algo que es fundamental y sin embargo a menudo olvidamos, saber valorar realmente las cosas importantes.

Sabemos muy bien lo que significa valorar en términos económicos y solemos quedarnos con esa valoración simplista de las cosas. Nuestra casa vale x millones y nuestro último viaje costó z miles de las antiguas pesetas. Pero no somos suficientemente conscientes para apreciar la importancia de tener una casa como la que tenemos, llena de comodidades y pequeños lujos que ni imaginan en muchas partes de nuestro planeta. Abrimos un grifo y sale agua potable, pulsamos un botón y se iluminan las tinieblas mientras corran las cifras en nuestra cuenta corriente. Y nuestras vacaciones… son un sueño inalcanzable.

En esta sociedad consumista las cosas, y me temo que también las personas, tienen el valor que marca la ley de la oferta y la demanda. Las modas aumentan el valor de las cosas y las cosas baratas, ya se sabe, no las quiere nadie o casi nadie. La tierra vale lo que alguién esté dispuesto a pagar en un pequeño pueblo con varios cientos de habitantes y se especula con el valor de las fincas en las zonas urbanizables. A nadie le importa ya su calidad, su idoneidad para producir vida y servir como medio de sustento para una familia. Lo importante, lo que se aprecia realmente es la situación geográfica y la extensión.

El dinero es el ídolo que creamos y al que ahora adoramos, el poder el Dios al que veneramos y vendemos nuestra vida. Sí, vendemos nuestra vida, sacrificamos nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y nuestras ilusiones por un puñado de dinero, un puesto de más poder o un poco de fama. (Finalmente esas cosas reportan dinero…) Y sin darnos cuenta nos hacemos esclavos de un montón de necesidades superfluas que no nos dan la felicidad pero que nos entretienen un rato para no buscarla.

La belleza, el culto al cuerpo y a la perfección estética nos vuelven locos, locos de los de verdad, la gente se mata de hambre para tener unas piernas o un culo perfecto y los bisturís son las armas para luchar en contra de las leyes de la naturaleza. Mientras obviamos cosas tan importantes como reconocer el gran regalo de tener dos piernas, aunque sean del tamaño XXL, que nos permiten desplazarnos para interactuar con nuestro entorno; o dos ojos preciosos, aunque no sean del color verde intenso que luces con tus lentillas de colores, que aprecian el contraste entre la luz y la oscuridad, las formas de los objetos y los rasgos de la gente que más quieres… O poder escuchar una bella canción y también, ¿por qué no?, los chillidos de esos putos críos que están en la calle de juerga y los pitos de los coches despertándote todas las mañanas.

Pero entre tantas y tantas preocupaciones que tenemos en nuestra vida diaria es difícil encontrar un hueco para ocuparnos de apreciar y disfrutar de las pequeñas y grandes cosas que tiene el milagro de la vida.

Dice la sabiduría popular que “no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”. Y es bien cierto ya que los hombres, esa extraña especie animal que se caracteriza por su intelecto, a menudo demostramos nuestra falta de inteligencia para conservar y disfrutar de las cosas y las personas que realmente estimamos. Eso si cuando las perdemos lamentamos haber estado tan ofuscados y nos martirizamos por ello.

Cuando estamos enfermos comprendemos el valor de la salud, cuando nos hacemos viejos, el de la juventud. Sentimos nostalgia de la ilusión propia de los comienzos, el ímpetu, la pasión y la osadía característicos de esa etapa de la vida.

En la soledad más profunda descubrimos el valor del afecto, la importancia del contacto físico, una caricia, un beso, una mirada nos hacen sentirnos acompañados, protegidos y aceptados. El valor de la familia y los amigos se revela inestimable en esos momentos pero en el día a día me río de mi hermano pequeño porque “es tonto” y no me deja en paz, le ponemos mil excusas a esa amiga plasta que se empeña en quedar conmigo para tomar café y contarme sus penas o no soporto a la pelma de mi madre que me trata como una niña pequeña y me dice todo lo que tengo que hacer.

Y ante la muerte, eso lo saben muy bien los abuelos, cuando sientes que tu vida se apaga que el mundo se ve mucho mas oscuro, se hace más pequeño y te sientes enclaustrado en un cuerpo que no te responde aprendes a valorar la vida, con su grandeza y sus miserias, con su sabor agridulce, sus luces y sus sombras, aunque ya no puedas volver a vivirla.